espués de ver y vivirlo en carne propia, he
determinado una verdad universal, que por lo mucho es ignorada: El Sankie Pankie no tiene hora y es un
vampiro, un malvado vampiro al acecho de su sangre, su visa o sus remesas.
Esta es la aventura inminente con mis dos amigos a
quienes llamaré: Porthos y Aramis.
“Yo, D'Artagnan, hombre laborioso y
de pulcritud intachable, convoco a los Dioses del Sankeo para que esta noche,
salgamos sanos y salvos sin ser vistos de este hotel de nombre…”
—Deja de hablar mierda
y cerremos la discoteca. Interrumpió mi imitación de los mosqueteros mi amigo y
compañero de sonido, Porthos.
—Este
es el plan, continuó Porthos. Las tres
canadienses ya saben la hora que cierra la discoteca y nos están esperando,
cerca de la recepción. Añadió.
—Entiendo, en diez minutos apago
la música, nos cambiamos estos harapos y zarpamos de
aquí. Propuse.
Sucedidos al cierre de la discoteca, Porthos y yo nos colábamos
sigilosamente entre las penumbras del alojamiento, evitando atentamente la
seguridad nocturna. Nos posamos a esperar al taxista, “Leo”, quien ya venía de camino. Leo se había ganado el apodo no
menos intencional de “El taxista de
los Sankies”, sin poner en duda que de momentos hacia las veces de
taxista turístico con aquellos que quisiesen visitar o conocer la ciudad.
Al cabo de
20 minutos, que por mucho me parecieron mas, a pocos metros distinguí las
siluetas de las tres canadienses, y válgame Dios que la cosa iba en serio, y
bastante serio, sus formas a lo lejos me preocupaban, eran tres gorditas de no
menos de 250 libras cada una. Y fue en ese momento -de por si tardío- cuando
pensé que durante el día habría de estar lo suficientemente embriagado para no
rechazar de buenas a primeras una aventura de semejante grosor. Chasqueé mi
lengua arrepentido, y Porthos notó mi decepción.
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Recreación de las doncellas |
—Diablo men, son
gordas. Solté.
—Gordas no, son tanques de guerra.
Corrigió Porthos negando con la cabeza
de lado a lado.
—Bueno ya estamos aquí, busquemos
limones y comámonos la grasa. Improvisé.
—Mira ya viene Leo en la guagua. Declaró Porthos sin prestarle
atención a mi poco sentido del humor.
Leo subió a las
tres chicas en la entrada del Lobby. Noté como los neumáticos del
minibús se contraían y el vehículo intentaba hundirse en la tierra. Nuestro
capitán maniobró como Dios lo ayudó y se estacionó próximo a nosotros en unas
sombras que pasaban a la luz de las lámparas. Porthos y yo nos filtramos a duras penas hasta llegar al taxi.
Dentro nos mezclamos como pudimos y al poco tiempo el vehículo de por si
sobrecargado, apuntaba en la carretera camino a la ciudad.
Sin perder
tiempo, prendí de una de las doncellas y me desbordé en caricias y besos, Porthos imitó
mi temerosa hazaña y su compañera le correspondió. Recordé de pronto que eran
tres mujeres, “que tonto soy”, pensé.
“Como coños se me puede pasar algo así,
algo tan grande como eso, bueno, como esa”. Concluí.
Miré a Leo por el retrovisor
y él me devolvió la mirada. Le ofrecí una sonrisa conspiratoria y señalé con
mis labios a la gorda restante.
—Leo, tú vienes con
nosotros, cierto. Le propuse.
—Bueno…yo...yo…es que
fíjate…tengo que pasar a buscar una gente que sale tarde de un bar…Titubeó Leo.
Me figuré que iba a ser imposible convencerlo,
así que tenía que pensar en algo rápido para evitar consecuencias nefastas.
Recuerdo pues, que más por intuición que por arte de magia, me llegó el nombre
de un amigo animador que estaba desempleado y que para suerte mía (y de Porthos)
se encontraba viviendo en la ciudad que estaríamos por visitar. Decidido a
salvar la noche tomé del celular y lo llamé.
—Aramis, soy yo, D'Artagnan ¿estabas
durmiendo? Pregunté.
— ¿Muchacho tu a esta hora? Bueno
no durmiendo, pero casi estaba en
eso… Contestó Aramis sorprendido.
—Disculpa de verdad la imprudencia.
Interrumpí. Escúchame bien, vamos ahora mismo camino a la
ciudad, Porthos, tres mujeres y yo. Puntualicé.
—Tres mujeres, o sea
que sobra una.
—Tú lo has dicho. Confirmé.
— ¿Y la tipa, está
buena? Preguntó Aramis, escéptico.
—Buenísima. Mentí.
Recogimos a Aramis en su casa
y vaya que habría que verle la cara de desilusión y desencanto cuando subió al
minibús. Al ver a las gorditas, le fingió como pudo una sonrisa, a mí, sin
embargo me ofreció una mirada asesina. Se sentó al lado de la más gorda de las
tres, aquella que habíamos dejado para él, o más bien, aquella que ni Porthos ni
yo, y en última instancia Leo, nos atrevimos a conquistar.
Llegamos
a una discoteca, por aquel entonces popular, y antes de despedirnos de Leo,
me le acerqué con aire confidencial y le susurré:
—Ven a buscarnos en una hora, no
pienso coger mucha lucha.
—Sí, pero la próxima
vez se las buscan más flacas, o no me llaman, ustedes me van a
romper la guagua coñazo.
Entramos
a la discoteca y las miradas burlonas y murmullos no se hicieron esperar. Puedo
asegurar que escuché a mis espaldas la palabra “Sankie Pankie” unas
73 veces. Mi obsesión era tan grande que juro que conté las veces que nos
proliferaron aquel calificativo.
Tomamos de forma estratégica, una esquinita con poca luz
que le hacía cara a la pista. Me moví al bar, ordené seis cervezas pequeñas y
la distribuí entre el grupo. Al darme el primer trago, ya desconcentrado en las
miradillas de los curiosos, pude, por primera vez, escuchar la música, que
ensordecedora en su esencia me aturdía el alma y succionaba mis
paciencias. El reggaetón que sonaba me trajo un aliento
de miedo y vergüenza.
“Quiera Dios y el DJ no vaya a sonar después de eso el
maldito Dembow de las
gordas. Trágame Madre tierra si suena eso”. Pensé para mis adentros.
Pero el
diablo, que vive al acecho de las circunstancias, se apoderó del alma guasona
del DJ y tras una pequeña pausa musical se escuchó claramente
la frase:
“Para todas las gordas que le
gusta chingar…”
—Era lo que faltaba. Anunció Porthos.
Asentí cabizbajo y alcoholizado de verguenza.
Pero justo cuando me preparaba para darle la espalda a la gente, sentí la mano de Aramis en
el hombro. Me detuvo y me precisó con orgullo:
—Bailémoslo y demostrémosle a la
gente que no nos importa lo que piensen de nosotros.
—Es verdad coño, a la mierda la
gente. Agregó Porthos.
Me aferré como pude a mi gorda e
intenté abrazarla, pero la empresa se me hizo imposible. El diámetro de aquella
fémina superaba en creces la largura de mis brazos. Mimifiqué un par de pasos
que había embotellado en los barrios de mi ciudad y me vacilé la música, al DJ,
y a la gente, que atónita miraban esos tres tipos, cuyo parecido con tres
borrachos abrazados a sus tanquetas cerveceras era casi idéntico.
En tal momento, pensé y dije:
“Mierda, soy un vampiro en
búsqueda de sangre, visa y remesas”.
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