TRAZOS DE INTRIGAS
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viernes, 2 de agosto de 2013

Sobre Sankies y Vampiros


D
espués de ver y vivirlo en carne propia, he determinado una verdad universal, que por lo mucho es ignorada: El Sankie Pankie no tiene hora y es un vampiro, un malvado vampiro al acecho de su sangre, su visa o sus remesas.
Esta es la aventura inminente con mis dos amigos a quienes llamaré: Porthos y Aramis.

   “Yo, D'Artagnan, hombre laborioso y de pulcritud intachable, convoco a los Dioses del Sankeo para que esta noche, salgamos sanos y salvos sin ser vistos de este hotel de nombre…”

         Deja de hablar mierda y cerremos la discoteca. Interrumpió mi imitación de los mosqueteros mi amigo y compañero de sonido, Porthos.
   —Este es el plan, continuó Porthos. Las tres canadienses ya saben la hora que cierra la discoteca y nos están esperando, cerca de la recepción. Añadió.
    Entiendo, en diez minutos apago la música, nos cambiamos estos harapos  y zarpamos de aquí.  Propuse.

      Sucedidos al cierre de la discoteca, Porthos y yo nos colábamos sigilosamente entre las penumbras del alojamiento, evitando atentamente la seguridad nocturna. Nos posamos a esperar al taxista, “Leo”, quien ya venía de camino. Leo se había ganado el apodo no menos intencional de “El taxista de los Sankies”, sin poner en duda que de momentos hacia las veces de taxista turístico con aquellos que quisiesen visitar o conocer la ciudad.

    Al cabo de 20 minutos, que por mucho me parecieron mas, a pocos metros distinguí las siluetas de las tres canadienses, y válgame Dios que la cosa iba en serio, y bastante serio, sus formas a lo lejos me preocupaban, eran tres gorditas de no menos de 250 libras cada una. Y fue en ese momento -de por si tardío- cuando pensé que durante el día habría de estar lo suficientemente embriagado para no rechazar de buenas a primeras una aventura de semejante grosor. Chasqueé mi lengua arrepentido, y Porthos notó mi decepción.
Recreación de las doncellas
                           Diablo men, son gordas. Solté.
                     Gordas no, son tanques de guerra. Corrigió Porthos negando con la cabeza de lado a lado.
                  Bueno ya estamos aquí, busquemos limones y comámonos la grasa. Improvisé.
                  Mira ya viene Leo en la guagua. Declaró Porthos sin prestarle atención a mi poco sentido del humor.

  Leo subió a las tres chicas en la entrada del Lobby. Noté como los neumáticos del minibús se contraían y el vehículo intentaba hundirse en la tierra. Nuestro capitán maniobró como Dios lo ayudó y se estacionó próximo a nosotros en unas sombras que pasaban a la luz de las lámparas. Porthos y yo nos filtramos a duras penas hasta llegar al taxi. Dentro nos mezclamos como pudimos y al poco tiempo el vehículo de por si sobrecargado, apuntaba en la carretera camino a la ciudad.
     Sin perder tiempo, prendí de una de las doncellas y me desbordé en caricias y besos, Porthos imitó mi temerosa hazaña y su compañera le correspondió. Recordé de pronto que eran tres mujeres, “que tonto soy”, pensé. “Como coños se me puede pasar algo así, algo tan grande como eso, bueno, como esa”. Concluí.
     Miré a Leo por el retrovisor y él me devolvió la mirada. Le ofrecí una sonrisa conspiratoria y señalé con mis labios a la gorda restante.
         Leo, tú vienes con nosotros, cierto. Le propuse.
       Bueno…yo...yo…es que fíjate…tengo que pasar a buscar una gente que sale tarde de un bar…Titubeó Leo.

    Me figuré que iba a ser imposible convencerlo, así que tenía que pensar en algo rápido para evitar consecuencias nefastas. Recuerdo pues, que más por intuición que por arte de magia, me llegó el nombre de un amigo animador que estaba desempleado y que para suerte mía (y de Porthos) se encontraba viviendo en la ciudad que estaríamos por visitar. Decidido a salvar la noche tomé del celular y lo llamé.
        Aramis, soy yo, D'Artagnan ¿estabas durmiendo? Pregunté.
 —   ¿Muchacho tu a esta hora? Bueno no durmiendo, pero casi estaba en eso… Contestó Aramis sorprendido.

      —Disculpa de verdad la imprudencia. Interrumpí. Escúchame bien, vamos ahora mismo camino a la ciudad, Porthos,  tres mujeres y yo. Puntualicé.
        Tres mujeres, o sea que sobra una.
        Tú lo has dicho. Confirmé.
         ¿Y la tipa, está buena? Preguntó Aramis, escéptico.
        Buenísima. Mentí.

    Recogimos a Aramis en su casa y vaya que habría que verle la cara de desilusión y desencanto cuando subió al minibús. Al ver a las gorditas, le fingió como pudo una sonrisa, a mí, sin embargo me ofreció una mirada asesina. Se sentó al lado de la más gorda de las tres, aquella que habíamos dejado para él, o más bien, aquella que ni Porthos ni yo, y en última instancia Leo, nos atrevimos a conquistar.

     Llegamos a una discoteca, por aquel entonces popular, y antes de despedirnos de Leo, me le acerqué con aire confidencial y le susurré:

        Ven a buscarnos en una hora, no pienso coger mucha lucha.
       Sí, pero la próxima vez  se las buscan más flacas, o no me llaman, ustedes me van a romper la guagua coñazo.

     Entramos a la discoteca y las miradas burlonas y murmullos no se hicieron esperar. Puedo asegurar que escuché a mis espaldas la palabra “Sankie Pankie unas 73 veces. Mi obsesión era tan grande que juro que conté las veces que nos proliferaron aquel calificativo.
     Tomamos de forma estratégica, una esquinita con poca luz que le hacía cara a la pista. Me moví al bar, ordené seis cervezas pequeñas y la distribuí entre el grupo. Al darme el primer trago, ya desconcentrado en las miradillas de los curiosos, pude, por primera vez, escuchar la música, que ensordecedora en su esencia me aturdía el alma y succionaba mis paciencias. El reggaetón que sonaba me trajo un aliento de miedo y vergüenza.

    “Quiera Dios y el DJ no vaya a sonar después de eso el maldito Dembow de las gordas. Trágame Madre tierra si suena eso”. Pensé para mis adentros.

      Pero el diablo, que vive al acecho de las circunstancias, se apoderó del alma guasona del DJ y tras una pequeña pausa musical se escuchó claramente la frase:
“Para todas las gordas que le gusta chingar…”

        Era lo que faltaba. Anunció Porthos.

    Asentí cabizbajo y alcoholizado de verguenza. Pero justo cuando me preparaba para darle la espalda a la gente, sentí la mano de Aramis en el hombro.  Me detuvo y me precisó con orgullo:

     Bailémoslo y demostrémosle a la gente que no nos importa lo que piensen de nosotros.
       Es verdad coño, a la mierda la gente. Agregó Porthos.

 Me aferré como pude a mi gorda e intenté abrazarla, pero la empresa se me hizo imposible. El diámetro de aquella fémina superaba en creces la largura de mis brazos. Mimifiqué un par de pasos que había embotellado en los barrios de mi ciudad y me vacilé la música, al DJ, y a la gente, que atónita miraban esos tres tipos, cuyo parecido con tres borrachos abrazados a sus tanquetas cerveceras era casi idéntico.
En tal momento, pensé y dije:
“Mierda, soy un vampiro en búsqueda de sangre, visa y remesas”.


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